Agustín miraba los pueblos cercanos a San Ignacio por la ventanilla. Pudo reconocer a algunas de las personas que se quedaban boquiabiertas al ver el BMW rojo en el que iba con su padrino, las había visto muchas veces en las fiestas y misas del pueblo. Ancianos que asomaban sus cabezas por las ventanas, grupos de campesinos bebiendo chicha en las puertas de las bodegas, muchachos como él paseando a sus novias en motos y mototaxis, niños festejando los goles que metían en los rudimentarios arcos hechos de caña brava. Todos los pueblos eran como San Ignacio y todas las personas eran como Don Gerardo, su padre; como Doña Octávila, la señora que cocinaba y limpiaba en su casa; como Ricardo Velásquez, su mejor amigo y como Diana Zolia Zapata, su primer agarre. Todos eran como él, si él no hubiese sido colorado y rubio, tan parecido a la madre.
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