La mayoría de la gente hacía cola para confesarse. Nadie dijo nada pero todos sabían que el mundo se acabaría en cualquier instante. Desde que lo supieron las iglesias estaban abarrotadas. A Filiberto y a toda la gente a su alrededor no le quedó otro remedio más que confesar los pecados al del costado. En la capilla se escuchaba un murmullo general, ininteligible, algunos llantos y uno que otro grito. A pesar de las barbaridades que escuchó de su compañero de confesión, Filiberto sentía que era su deber perdonarlo y creyó que no hacía falta confesarle nada. Salió de la capilla en dirección a su casa. Todos lo saludaban con alegría y él contestaba con el mismo ánimo. No entendía por qué todos estaban tan felices de que todo se acabe, pero el compartía ese sentimiento. Al llegar a la puerta de su casa se acabó el mundo. No hubo una explosión, un rayo de luz en el cielo ni un sonido agudo, se acabó y ya. Filiberto no sentía nada, decir que se veía blanco o negro, es sentir algo. No había ruidos, olores, sabores ni sensaciones en el tacto. No había recuerdos ni ideas de ningún tipo, tampoco la sensación de que una eternidad así iba a ser aburridísima.
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